Por Jesús Ortega Martínez
¡En los planes de López Obrador no está, genuinamente, terminar con la corrupción!
Esta afirmación podrá aparecer ante los lectores de esta columna, como un desatino de quien la escribe, y podría ser comprensible que así lo creyeran, dado que la palabra “corrupción” es la que con mayor frecuencia refiere López Obrador durante sus campañas presidenciales y en el contenido de sus discursos como presidente.
Pero en los hechos, el combate a la corrupción es, para López Obrador, una frase hueca que utiliza como artilugio para debilitar o de plano para deshacerse de contrincantes políticos, pero, especialmente, es un recurso demagógico, que le facilita ejercer el poder presidencial de manera autoritaria y al margen de la Constitución.
Esta práctica –la de utilizar una causa que es sentida por la gente– está lejos de ser extraña entre los gobernantes, y más bien, es algo a lo que frecuentemente recurren los más abyectos, los que hacen gala de su capacidad de engañar de la gente.
Stalin, por ejemplo, utilizó la ideología para instalar un régimen totalitario y llevar a cabo una sistemática campaña para acusar, reprimir, criminalizar, exterminar a todas aquellas personas que no eran, según “el padrecito”, fieles al marxismo-leninismo. Su propósito no era arraigar a los campesinos, a los obreros, a la oficialidad militar, a intelectuales, a dirigentes del partido en los “principios” de dicha ideología, pues en realidad, su verdadero objetivo era eliminar a toda persona o grupo que pudiese cuestionar su poder ilimitado.
Hitler utilizó la pureza racial, el supremacismo moral, y el nacionalismo alemán, para hacer creer a las masas empobrecidas y humilladas, que Alemania ascendería a la condición de nación superior a todas otras, si eran capaces de imponer su superioridad moral y racial. Pero igual que con Stalin, la obsesión de Hitler era el ejercicio del poder político y militar de manera total, absoluta, en Alemania, en Europa y en el mundo.
Hay quienes utilizan la moral religiosa para imponer su poder político. Hugo Chávez decía en un acto político. “Hemos sido bañados por el agua bendita de San Francisco, aquel que era rico, que entregó toda su riqueza a los pobres y se volvió santo”. Pero igual que otros populistas, el de Venezuela, creía más en ejercer poder político totalitario, que en portar el frugal hábito franciscano.
López Obrador, para sus planes de instalar un régimen totalitario, utiliza un nacionalismo racial y un redentorismo purificador, pero, sobre todo, utiliza un supuesto combate contra la corrupción para estigmatizar las instituciones republicanas y condenar al exilio a la política.
Envuelto de cruzado, López Obrador inculpa, señala, incrimina a sus contrincantes políticos por corrupción, pero aparece incapaz de llevarlos ante los tribunales constitucionales para aplicar la justicia. Se olvida de la aplicación de la ley, para en su lugar levantar el enorme coliseo, en donde el decida quien muere o a quien perdona; a quien condena o a quien purifica; quien es honesto o quien es corrupto.
A López Obrador no le interesa combatir la corrupción, le importa ejercer el poder como si fuese emperador romano.