Una buena razón para no atentar contra la democracia
Por Saúl Loera
Intentar demoler nuestra democracia alegando que es muy cara, tiene errores que deben corregirse o es un invento neoliberal, acusa falsedad por varios lados. Los griegos la inventaron 2,500 años antes de que existiera esa doctrina. Pero además, la instauración de una democracia real en México, fue una agenda política que cruzó todo el siglo XX mexicano.
Usar esas descalificaciones, es querer ignorar la historia del largo trabajo de un sinfín de mexicanos que desde la trinchera partidaria o ciudadana, dedicaron tiempo, sudor y en ocasiones hasta su vida, en aras de lograr una auténtica democracia. No se puede olvidar que la centuria pasada inició con el estallido de la Revolución mexicana justo por la exigencia de elecciones libres al dictador Porfirio Díaz, que continuó con la larga lucha de décadas compitiendo entre trampas y fraudes electorales ejercidos desde los gobiernos “emanados de la Revolución Mexicana”.
¿Cómo querer borrar de un plumazo a los cientos de miles de ciudadanos que durante las dos últimas décadas del siglo pasado, marcharon, cerraron puentes fronterizos, hicieron mítines y protestaron por todos los rincones del país en pos de la construcción de la democracia? Y que entre crisis políticas y económicas, al final arribamos al año 2000 con la anhelada alternancia en la presidencia de la república, mediante un proceso electoral logradamente pacífico.
Durante las últimas décadas millones de mexicanos han participado y realizado elecciones libres y competidas. Un verdadero ejército de ciudadanos ha desfilado por las casillas electorales armando, vigilando y resguardando los votos y las urnas. ¿En verdad será tan sencillo que la mayoría de mexicanos olviden el papel fundamental del IFE, actual INE, y las motivantes jornadas electorales que protagonizaron, con sólo escuchar que todo aquel tinglado era una argucia neoliberal o un ejercicio muy caro?
A pesar de lo anterior, para algunos, el hecho de que la democracia tenga más de 100 años presente en la agenda nacional, así como que la sociedad en conjunto la haya construido mediante su propio esfuerzo, les parece razones insuficientes para respetarla. Y pretenden negar que el anhelo de la democracia palpitó durante toda la centuria pasada en el corazón de muchísimos mexicanos, quieren hacernos creer que sólo se trata de una agenda impuesta por el famoso modelo neoliberal. Pero decir esto, es un error que ignora aspectos fundamentales de nuestra vida política mexicana.
Hace muchos años el escritor Gabriel Zaid escribió un artículo titulado ¿De qué murió el PRI?, y reflexionando sobre la decadencia priista, decía que en realidad eran ellos mismos los causantes de su propia tragedia, pues cuando la vieja familia revolucionaria se dio cuenta que el presidente Carlos Salinas quería quedarse con todo, empezaron los balazos. Y es que resulta fundamental tener presente que en aquellas “presidencias imperiales” del viejo PRI, el presidente de la república se convertía en el hombre más poderoso del país, pero sólo durante seis años. Si aquel sistema político funcionó tan largo tiempo, fue porque ese poder desmedido tenía un límite inviolable.
En gran medida esa regla no escrita explica el motivo por el cual aquella clase política siempre procuró fingir una vida democrática y realizó elecciones sin falta. El teatro electoral sexenal cumplía la función de legitimar al nuevo presidente pero sobre todo, ponía un límite al festín del emperador en turno. De esta manera, se garantizaba que nadie intentara quedarse en el poder de manera indefinida.
Ese límite al poder presidencial con el tiempo desembocó en un sistema electoral y un instituto autónomo que cumplió la función de realizar elecciones realmente libres: el Instituto Federal Electoral. Con limitaciones, alto costo económico y un sistema que por supuesto, sigue siendo perfectible, pero al fin una institución profesional que permitió el traspaso del poder político de manera pacífica. Mediante la cual los mexicanos hicimos posible que distintos partidos políticos circularan por la presidencia de la república olvidando aquel viejo impulso de perpetuarse en el poder fuera de las reglas democráticas que nos habíamos dado.
Desde el presidente Carlos Salinas de Gortari, por entonces también sumamente popular y poderoso, no habíamos tenido otro que concentrara tanto poder como el actual habitante de Palacio Nacional. Una diferencia crucial entre ellos, es justo el respaldo ciudadano que ese poder tuvo en las urnas en el 2018; la legitimidad de haberlo obtenido en elecciones libres. El intento de desaparecer la institución fundamental de nuestra vida democrática, para levantar un instituto a modo, atenta contra esa dificultad histórica de nuestra clase gobernante.
Ojalá aquellos que pretenden eliminar cualquier contrapeso que se oponga al poder ejecutivo, así sea al costo de manipular las reglas de nuestra incipiente democracia, lo consideren con más cuidado, esa misma intentona lanzó al presidente Salinas de la admiración pública al basurero de la historia. Y de paso, hundió a nuestro país en un desastre económico y político colosal. Pero si aquel famoso presidente no pudo domeñar a un México acostumbrado durante casi un siglo a vivir bajo el dominio absoluto de una “presidencia imperial”, me inclino a pensar que ahora, es muchísimo menos factible, y mucho más peligroso.