Por Benjamín Muñiz
Han pasado ya dos años desde que Andrés Manuel López Obrador tomo protesta y asumió el cargo de Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos. A lo largo de esos dos años, su popularidad ha sufrido una caída bastante considerable, pero no se puede negar que sigue siendo un Presidente altamente popular, sobre todo dentro del grupo de personas que lo han seguido a lo largo de su carrera política.
Si se hace un análisis objetivo de estos dos años, realmente no hay mucho que celebrar: la violencia está en aumento, la crisis económica desbordada, el manejo de la pandemia ha sido pésimo, la corrupción se ha visto evidenciada en diversas ocasiones (tenemos el caso de la prima Felipa y hace unos días el señalamiento de la transnacional de origen suizo Vitol de haber sobornado a funcionarios de PEMEX hasta junio de 2020 para obtener millonarios contratos), en fin, sus grandes estandartes se han visto mancillados una y otra vez.
Pero también hay algo muy cierto: así como tiene un grupo bastante nutrido de seguidores, el Presidente también tiene un número muy importante de detractores. Cualquiera que me conoce, por ejemplo, sabe que yo no comparto sus ideas ni sus políticas, no solo no las comparto, sino que estoy abiertamente en contra de muchas de sus posturas. Eso es lo que enriquece la democracia, pero el caso de México está siendo extremadamente particular.
Sí, es cierto, dejando de lado fanatismos, fobias y filias, el resultado de lo que lleva la administración lopezobradorista es muy malo. Cada día se ve mayor hartazgo dentro de ciertos sectores de la población. Los más afines al Presidente podrían decir que esos sectores son los que se han visto perjudicados por las medidas que, aseguran, ya terminaron con la corrupción. La verdad es que no es así. Cada día hay más padres de familia en contra del Presidente, sobre todo los padres de niños enfermos de cáncer. El sector empresarial, tan necesario para el país, como tan satanizado por el presidente y sus huestes.
Estamos inmersos ya en el proceso electoral 2020-2021 en el que se va a renovar la Cámara de Diputados, donde existe una evidente mayoría morenista. Se renovarán, también, diversas gubernaturas, diputaciones locales, y administraciones municipales y alcaldías en la Ciudad de México. Mucho se ha dicho que es el momento de quitar esa mayoría, de restarle poder a AMLO y su partido y creo que es algo extremadamente necesario, pero si volteamos a ver a la oposición, lo primero que salta a nuestra mente es ¿cuál oposición? En nuestro país, desgraciadamente, no hay una oposición real, una oposición capaz de generar una propuesta de gobierno.
Por supuesto, hay elementos muy valiosos en todos los partidos políticos, sí, no lo niego, pero los partidos, per se, y la gran mayoría de sus miembros, han sido grises, por decir lo menos. No han sabido levantar la voz en los temas en que se tiene que levantar la voz, no han sabido acompañar las propuestas que merecen ser acompañadas. Ser oposición no es, como muchos lo creen, negar e intentar bloquear todo lo que venga del partido en el gobierno. No. Ser oposición implica apoyar y suscribir las iniciativas que redunden en un beneficio para la sociedad y levantar la voz en contra de aquellas que generen un detrimento social.
Ante este panorama, veo con preocupación lo que va a acontecer durante las próximas elecciones. El país no va bien, nada bien, sin embargo, la sociedad, al no tener una opción clara y contundente, volverá a votar por Morena o, en su defecto, no saldrá a votar y, como es tan conocido en México, volverá a ganar el abstencionismo.
Pero, ojo, no se trata de buscar alianzas sin sentido. La alianza que se pretende entre PAN, PRI y PRD, lo que está logrando, en un primero momento, es reforzar el discurso lopezobradorista de que todos son iguales: la mafia del poder y, yéndonos más de fondo: no se trata de obtener el poder por el poder, no se trata de aliarse en contra del enemigo común. En política el enemigo de mi enemigo no es mi amigo. En política 2+2 no siempre es 4.
Para gobernar se requiere un plan, se requiere un programa. Desde mi óptica, por su postura de centro en el espectro político, el único partido con alianzas factibles es el PRI, pero, ¿cómo podemos congeniar un plan de gobierno entre PAN y PRD si, históricamente, han defendido posturas abiertamente opuestas? Supongamos: la alianza gana y al no tener un proyecto claro, no gobierna y no consigue los resultados necesarios. ¿Cuál sería el resultado ante la ciudadanía? Desilusión, desesperanza y, a la larga, fortalecimiento de Morena. Los panistas, sobre todo, deberían tenerlo muy presente por una frase acuñada por su fundador, Manuel Gómez Morín: “Es peor el bien mal realizado que el mal mismo. Lo primero destruye la posibilidad del bien y mata la esperanza. El mal, por lo menos, renueva la rebeldía y la acción”.
El gobierno está fatal, la oposición es inexistente, la ciudadanía con un hartazgo cada vez más evidente, sin embargo, el andamiaje legal está hecho de tal manera que genera dificultades innecesarias a los que, desde el ámbito ciudadano, busca acceder a un puesto de elección popular. ¿Qué es lo que más me preocupa? Que todo este entorno tan complejo, de tan bajas miras es únicamente reflejo de lo que somos nosotros como ciudadanos.