Por Ulises Soriano
Estudiante del CCH-Oriente, colaborador en Oriente Informa y director editorial de la revista Universitarios Demócratas.
Pasado
Mi primera entrevista la hice sin estar consciente de lo que hacía. Alguna vez alguien me dijo “lo llevas en la sangre” y, probablemente, esa sentencia se convirtió en mi maldición. Fue un sábado, lo sé, eran los únicos días que podíamos ir a ver a mis bisabuelos. Mi entrevistado fue el hombre del sillón rojo, suéter de cocoles, con el cabello relamido y sombrero de paja. Mi bisabuelo Enrique.
Desde pequeño me sedujo el radio y la historia de este. Una de mis epopeyas favoritas es la creación de la mítica XEW, Voz de la América Latina, desde México. Fue una de las primeras en abrir sus transmisiones, las cuales iniciaron en 1930, en los altos del Cine Olimpia. Esta emisora se caracterizaba por hacer sus transmisiones abiertas al público. Con el paso del tiempo, se mudó a la calle de Ayuntamiento #52.
Mi curiosidad siempre ha sido enorme, en especial con los temas que me fascinan. Cuando pregunté a Don Enrique por aquellos años, me relató con añoranza, esos momentos en los que esperaba a las afueras de Ayuntamiento #52 -en el centro de la ciudad- los autógrafos de Agustín Lara y Emilio Tuero -grandes intérpretes de la época- o de algunos de los miembros de sus orquestas favoritos. Para aquellos años, era un joven de 19 o 20 años que recorría el centro y comenzaba a disfrutar la vida que esta ciudad ofrece.
El audio de aquella entrevista se perdió en algún cambio de celular, además, debió de haber sido hace 12 años. Me preguntó qué era lo que quería ser de grande, yo tuve a bien en responder: “quiero ser periodista y estar en el radio”. Él, acomodándose su bigote, me tomó de la mano y me afirmó con su voz fuerte “yo te voy a escuchar”.
Hoy en día, lo único que puedo afirmar es que ya no le pude dar las noticias o dedicarle un danzón en cadena nacional, pero tuve la fortuna de contarle sobre mis primeros trabajos y fue feliz.
Que jóvenes mueren los viejos.
Presente
El 23 de junio de 2020, a las 10:30 de la mañana, un sismo volvió a sacudir la Ciudad de México. La tierra nos ha vuelto a jugar una broma pesada que nos evoca heridas del pasado.
El confinamiento por Covid-19 ha modificado nuestros horarios y uno de ellos ha sido el sueño, por esa razón, a muchos de nosotros la alarma sísmica nos despertó y nos obligó a evacuar lo más rápido posible.
En principio parecía una broma de muy mal gusto, sin embargo, la gente comenzó a bajar las escaleras con sus perros en brazos, en chanclas o pantuflas, algunos otros sintieron que las escaleras que utilizan a diario eran eternas. Otras personas, con la experiencia del sismo de 2017, el cual terminó con el patrimonio de muchos, bajaron con mochila al hombro, la cual contenía los documentos imprescindibles de la familia. Hubo mujeres que apresuraban histéricamente a sus hijos encamorrados y hombres que levantaban al chiquito de la familia porque se tropezó con su pantaloncito que le quedó largo.
El cubrebocas y el gel antibacterial quedó de lado. Una vecina aseguró “que primero me de Covid-19, antes que quedar en la oscuridad de los escombros”. En la calle, la sana distancia, hasta cierto punto, se hizo presente. Los lugares de reunión se abarrotaron y las miradas de desconfianza se hicieron presentes e incomodas. La alarma había dejado de sonar y todos estaban a la expectativa de lo que ocurriría. Instantes después, llegó lo peor.
Los cables de luz se empezaron a mecer, los postes se tambaleaban. De los árboles caían hojas y las palomas que aun se resguardaban emprendían el vuelo. Los carros que estaban estacionados en la calle se empezaban a mover de un lado a otro sin cesar. La tierra crujía, al igual que algunos edificios. Se hizo notorio la desesperación en algunos rostros, el sufrimiento en otros y en algunos más el miedo de lo que es capaza la naturaleza.
Futuro
Incertidumbre.