Por Kevin Alex Mondragón Almaraz
Desde que en Diciembre de 2019 se detectó el primer caso de Covid-19 en Wuhan, China, las personas en todo el mundo comenzaron a tener presentimientos sobre lo que estaría implicando esta nueva situación a la que se le estaba dando mucha difusión en distintos medios de comunicación. Las primeras reacciones eran de desagrado hacia la comunidad china por las costumbres culturales (a las que han sido orillados) gastronómicas, donde tienen un acervo de alimentos animales más extendido de lo que la comunidad occidental acostumbra.
Serpientes o murciélagos, “¡Qué cosas tan horrorosas para comer! ¡Esos chinos se pasan!, escuché decir a las personas con las que convivo diariamente. El brote de la enfermedad fue adquiriendo un matiz en el que los chinos eran los responsables por ser chinos. Los culpables no eran las políticas de restricción económica que orilla a los chinos a comer lo que puedan; los culpables no son las expansiones territoriales donde se invaden hábitats naturales de estos animales que viven con coronavirus en sus cuerpos sin complicaciones mayores; los culpables no son los gobiernos que hacen caso omiso a sus científicos que ya habían reportado años atrás la existencia de estos coronavirus y sus posibles implicaciones a la salud humana. No, no, nada de eso. Los culpables son los chinos y sus platillos fuera de lo común.
Con el paso de los meses, y como un resultado predecible de la globalización, el virus comenzó a extenderse a otras regiones del mundo. Europa comenzaba a ver de frente al Coronavirus y sus implicaciones. Italia, el país donde reside el gran Vaticano, comenzaba a vivir los estragos de este nuevo problema para el que nadie se había preparado. Ya no eran solo chinos, ya comenzaban a ser europeos. El virus siguió con su expansión territorial, llegando a Estados Unidos, donde no fue selectivo; atacó a blancos y negros por igual. En Latinoamérica tampoco hay barreras raciales que el Covid-19 pueda detectar.
El Covid-19 no distingue razas a lo largo y el ancho del mundo, porque no las hay. Las razas son un constructo cultural, político e incluso me atrevo a decir que económico. Se puede ver cómo en el antiguo testamento hay registros de las primeras clasificaciones en tres razas: Los Jafeitas (europeos), los Semitas (árabes y hebreos), y los Camitas (africanos negros, malnacidos por Dios).
La historia avanza y el naturalista Carlos Linneo también postula razas: africana, americana, asiática y europea.
Pero hay que hacernos varias preguntas sobre las razas: ¿qué son?, ¿con qué fin existen?, ¿son sistemas de clasificación válidos?, ¿Para qué han servido?, ¿Son justas?. La teoría de la existencia de las razas ha servido, a lo largo de la historia, como método para justificar la explotación (económica y social) y la discriminación. En Estados Unidos le dan preferencia de atención médica a las personas blancas desde hace muchos años. En el caso de México, junto con la colonización española en el siglo XVI se implantó un sistema de castas basado en clasificar razas de acuerdo a color de piel y origen geográfico. Por ejemplo, la descendencia de una pareja de españoles e indios era llamada “mestizos”; la descendencia entre españoles y negros se llamó “mulatos”. Lo curioso es que estas clasificaciones no venían solas o se quedaban en eso, sino que venían acompañadas de una estratificación económica y cultural, y explotación laboral por parte de los españoles en aquella época.
El clasificar a las personas en razas lleva insoslayablemente al racismo, entendido como un sentimiento de superioridad por una raza, necesidad de mantenerla aislada o separada del resto dentro de una comunidad o un territorio. Esto ha traído consecuencias impactantes como la segregación por color de piel como la pigmentocracia (E.E.U.U.), por el lugar de origen (Migrantes), por la región de nacimiento, etcétera.
No obstante, hoy en día habemos muchas personas que nos mantenemos en la postura de que el racismo es científicamente falso, moralmente condenable, socialmente injusto, peligroso, e históricamente reprochable. El poligenismo, que plantea que no hay un origen común de la humanidad, es refutado con datos científicos biológicos.
Hoy día se plantea con pruebas que la humanidad tuvo su origen en África hace 200,000 años. Hoy día se sabe que los tonos de piel se deben a la respuesta que el cuerpo ha desarrollado ante la luz solar, y no precisamente con patrones de migración. Las personas tienen el color de piel que necesitan; las personas que viven cerca del ecuador tienen más melanina que es el compuesto que le da coloración a la piel, porque les resulta benéfico, en cambio a las personas que viven en latitudes geográficas más aisladas que no reciben tanta radiación solar y no han necesitado tener un tono de piel más oscuro, lo cual no quiere decir que sus antepasados no lo tuvieron antes de migrar al lugar donde ahora están asentados.
La biología no nos clasifica en razas, sino en un sistema donde todos y cada uno de los integrantes de la humanidad tienen un género (Homo) y un epíteto específico como especie (sapiens). No importa si eres negro, blanco, albino, chino, italiano, mexicano, o perteneces a cualquier grupo artificial, porque todos somos humanos, tenemos un origen común, y las condiciones ambientales y migraciones han hecho que variemos en aspecto físico, pero somos increíblemente similares en nuestro DNA a un 99.99%, lo cual es un macundo recordatorio de que necesitamos de diversidad para sobrevivir, y el racismo no abona a ello.
Hoy más que nunca unámonos como humanidad, seamos solidarios con todos, porque el olvidar las barreras que hemos construido a lo largo del tiempo nos llevará a reconocernos como iguales y, identificar las causas de este problema y poder seguir afrontando esta pandemia con más herramientas, exigiendo juntos las medidas correspondientes a los gobiernos en turno, pero unidos.
El odio a las razas es más bien el abandono de la naturaleza humana – Orson Welles
Kevin Alex Mondragón Almaraz, estudiante de Biología la Facultad de Ciencias UNAM. Miembro de Universitarios Demócratas. Ganador del “Mexico Challenge” en la universidad de Harvard.